Por F. H.
La vacuidad con que se afrontan las “celebraciones” del Bicentenario es sintomática de la ceguera histórica que padece la dirigencia argentina en su conjunto. Los actores políticos y sociales dominantes de nuestro país no saben qué hacer con la memoria de un acontecimiento que desvela su incapacidad para impulsar un proyecto nacional que actualice aquí y ahora nuestra Emancipación y concluya su mandato liberador. Por otra parte, desde las instituciones no hay quien se haya preguntado si la catástrofe en que nos encontramos puede ser celebrada. A nadie se le antoja indagar en el pasado a fin de diagnosticar el fracaso, haciendo justicia a una necesaria actualización del hecho fundante, sumamente complejo, de la nacionalidad argentina. Pero, ¿qué significaría hoy en día rememorar y dar actualidad a nuestra Independencia? La conciencia política ha de saltar por sobre los siglos no para realizar conmemoraciones fósiles, sino para captar el pasado fallido y darle una nueva vida. Para realizar hoy lo que fracasó ayer. Actualizar el pasado significa salvarlo del conformismo y del olvido, del continuum temporal que nos ha traído hasta el presente.
No podemos pasar por alto que en América Latina, y nuestro país no fue la excepción, las guerras de independencia significaron el paso de la colonia a la neocolonia. A pesar de la revolución emancipadora, y de los extraordinarios fundamentos que la legitimaron, se produce en el siglo XIX el pasaje del colonialismo hispano al inglés, relevado más tarde por los Estados Unidos y otras potencias. Primeramente los patriotas criollos establecen contactos con las metrópolis europeas, pero aún responden a las tradiciones populares. Luego, los liberales olvidan el pasado y buscan el apoyo del capitalismo industrial anglosajón, con el que terminarán firmando un pacto de dependencia que les garantiza acceso a una "vida civilizada". El pacto consiste en la venta al centro de materias primas que serán devueltas pero transformadas industrialmente y a un precio mucho más elevado.
Ese "pecado original" de nuestra historia, atenuado en algunos capítulos de la misma (y siempre impugnado por la tradición o corriente histórica nacional y popular de los oprimidos, por los "condenados de la tierra argentina), sigue pasándonos factura y exige un salto cualitativo que libere la patria y democratice con radicalidad las instituciones vigentes. En efecto, durante casi dos siglos nuestra dirigencia ha sido incapaz de romper con la colonialidad del poder, con su implantación cultural, política, económica y espiritual. Es más, su complicidad ha sido y sigue siendo una constante patológica. El resultado lo padecemos cada día: pobreza e indigencia estructurales, corrupción pública, violencia y criminalidad, fragmentación social, aculturación, decadencia moral. Por ello, ahora tenemos que preguntarnos, ya cerca de 2010, si seguiremos en la lógica del encubrimiento y la eterna colonización y empobrecimiento del Otro; o si, por el contrario, tomaremos el Bicentenario como un desafío hacia la segunda Emancipación desde el poder liberador del Otro oprimido, del pueblo. Sólo cuando la interpelación del Otro deviene en praxis política y se encarna en las instituciones se hace posible la transformación del orden vigente hasta llegar a la donación -en su sentido más eminente- como ejercicio de la ética y la justicia. El primer centenario fue celebrado en toda América Latina por las elites oligárquicas. Desde el punto de vista de las víctimas, la cosa no ha cambiado mucho. La correa de transmisión de la etapa neocolonial sigue intacta, pero están dadas las condiciones para interrumpir su curso.
Como ha señalado en reiteradas ocasiones el conductor de Proyecto Sur, Fernando “Pino” Solanas, el malestar en la política partidaria nacional (la "tenaza del bipartidismo") ha tocado fondo. Por ello, ante el estado de guerra permanente en que vivimos urge articular una política constructiva crítica en la que las mayorías populares y los sectores emergentes sean protagonistas de la Emancipación futura. Para ser más que una mera celebración arqueológica, en los años que vienen la vocación epocal del Bicentenario habrá de instaurar un nuevo tiempo en la cual se articulen e institucionalicen los cimientos estratégicos de un nuevo paradigma político, cultural y hermenéutico en la República Argentina. Nuestro pueblo, harto de engaños, exige un profundo replanteamiento ético del sentido del Estado y su vínculo con la sociedad. La política, enajenada por la corrupción, ha de transformarse en praxis liberadora donde la Vida juzgue a la Ley, y no al contrario.